Título: Gigante

Gigante se inscribe dentro de un lenguaje sutil y atmosférico, donde la imagen se descompone en veladuras y pigmentos que evocan el polvo, el silencio y la memoria. La obra emerge como un paisaje difuso, casi onírico, en el que no hay horizonte claro, sino una serie de manchas que flotan entre lo terrestre y lo espiritual.

Los tonos predominantes —ocres, terracotas y rojizos— sugieren un entorno árido, ancestral, como si el lienzo hubiera absorbido siglos de sol y viento. A diferencia de otras obras del autor que hacen uso evidente de estructuras geométricas o contrastes vibrantes, aquí la forma se disuelve en materia, y lo matérico se transforma en aliento. La pincelada parece más bien una exhalación que deposita pigmento, una técnica contenida que remite a la serenidad del arte japonés y al respeto por la impermanencia.

Este trabajo puede ser leído como una meditación sobre el tiempo detenido, la huella y la erosión. La hoja de oro se esconde parcialmente en el fondo, como si la luz estuviera envejecida o enterrada, recordando al espectador que incluso lo sagrado e inmenso se desgasta con los años.

Gigante es, en definitiva, una obra de contemplación y recogimiento. Su fuerza reside en lo que sugiere más que en lo que muestra, en esa frontera difusa donde lo visible se disuelve en lo esencial.